En un hotel, en una empresa, en el mercado laboral yo no tengo el valor que tengo, sino el que me quieren dar. Es curioso observar cómo las empresas valoran a sus trabajadores (y aquí incluyo a los directivos) no por lo que valen de verdad, sino por lo que ellos creen que deben valer.
Es más, la única medida de valor que se ve ahora en el horizonte es el valor monetario. Tanto vales, tanto cobras.
Pero la cosa no debería funcionar así. Yo no valgo por lo que cobro ni por lo que tú quieras que valga, yo valgo por lo que aporto a la empresa, y aún más, por lo que puedo aportar a la empresa.
Pero parece que hay un cierto miedo de las organizaciones a reconocer el valor de sus trabajadores y, lo que es peor, a permitirles ejercerlo.
Andrés Pérez Ortega lo dice muy bien cuando habla "
sobre el temor de los responsables de personas ante la posibilidad de que los profesionales con talento de su empresa adquiriesen notoriedad", y añade, "
parece que lo que les da miedo no es que muchos profesionales hagan mal su trabajo sino que los que lo hacen bien sean conocidos y reconocidos en el mercado y puedan largarse o pedir mejores condiciones".
Es la cantinela de siempre, "para qué me voy a gastar dinero en formar a mis trabajadores si luego puede venir otro y se los lleva". El trabajador como propiedad. El trabajador como instrumento.
Las organizaciones, y despersonalizo para no señalar con el dedo a los que considero culpables, concentran el valor de sus trabajadores en los directivos, y desechan el intenso valor que supone una plantilla formada y motivada.
Hay un parámetro que permitirá descubrir el valor que tiene un trabajador en una empresa, y que también recoge Andrés Pérez: la visibilidad, la posibilidad (que no la capacidad) de transmitir las propias ideas. Cuanto más valor tiene una persona en una organización más instrumentos y canales tiene para difundir sus pensamientos, que en demasiadas ocasiones se confunden con órdenes.
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