Hay dos afirmaciones que de tanto repetirlas han adquirido la categoría de verdad: “el turismo es una industria de emociones” y “para analizar un fenómeno lo mejor es dividirlo en partes más pequeñas”. Estas dos afirmaciones, con las que estoy completamente de acuerdo, me llevan a ver qué resulta si las unimos y analizamos las emociones que se crea en una relación turística entre sus distintos actores.
Porque es cierto que el turismo es hoy una industria que se basa en las emociones, pero también lo es que estas cambian según va cambiando la relación del viajero con su entorno.
Si partimos del principio, que es el mejor lugar desde el que empezar un viaje, tenemos a un futuro viajero soñando con su viaje perfecto. Todavía no ha empezado a planificarlo, pero ya ha tomado la decisión de hacerlo. Entre sus ensoñaciones se cuelan una serie de
emociones imaginadas que tienen su principio y fin en el propio viajero y su entorno más inmediato. En este caso las emociones son perfectas porque son las ideales, las que genera un viaje único en el que todos los elementos se coordinan en la mente del viajero según sus deseos más profundos. El viaje en sí, el hotel, el servicio, el destino, los paisajes, la diversión, todo se construye para que las emociones fluyan en la imaginación… y generen la necesidad de encontrarlas en la realidad.
Entonces el viajero comienza a planificar. Busca el destino, se informa de los hoteles, lee en páginas sociales y, lo que es más importante, contacta con intermediarios. Cuando hablamos de intermediarios no nos referimos sólo a agencias de viajes o tour operadores, que también, sino más bien a “intermediarios emocionales”, todos aquellos agentes que forman parte de la industria y ayudan a construir la emoción prometida al viajero. Hoteles, agencias de viajes, líneas aéreas… todos prometen un servicio determinado, todos prometen un determinado disfrute y, por tanto, una serie de emociones que el viajero puede creer más o menos, pero que sin duda influyen en él cuando decide comprar una estancia. El problema de este tipo de
emociones prometidas es que son exógenas, su diseño no parte del propio viajero, que es sin duda quien mejor se conoce a sí mismo, por lo que los intermediarios prometen no lo que el viajero desea, sino lo que ellos creen que el viajero desea. Este desajuste se acentúa por la necesidad de producir unos servicios estandarizados para aprovechar en lo posible la economía de escala que pueda generar, olvidando en muchos casos la personalización del servicio y de las emociones.
Entonces nos encontramos con un viajero que ha partido de unas emociones imaginadas, se ha informado y ha recibido una serie de emociones prometidas, de modo que se sitúa en un estado en el que dominan las
emociones esperadas, es decir, aquellas generadas por el deseo primero y las promesas posteriores. Estamos ya en una posición de contacto con la realidad, cercanos al disfrute de esas emociones, situación en la que lo ideal sería que las emociones imaginadas y las esperadas se parecieran todo lo posible. Un claro alejamiento de unas y otras supone un fallo en la estrategia y gestión del destino, pues supone que no se conoce lo suficientemente bien al cliente y no se dispone de un producto adecuado para él.
El cliente tiene entonces unas expectativas y es con esas expectativas con las que llega al destino para disfrutar de las
emociones ofrecidas, es decir aquellas que en verdad el destino y sus agentes pueden generar en el cliente. En este momento las emociones que el cliente experimenta dependen de la capacidad del destino y de su conocimiento del cliente. Previsiblemente el destino ha estudiado anteriormente al visitante y trata ahora de adecuar todo lo posible las emociones que este espera con su capacidad para generarlas. Se espera que el destino haya tenido la honestidad suficiente para no haber prometido más de lo que puede ofrecer.
El viajero disfruta sus vacaciones en el destino, lo que genera una serie de emociones, no necesariamente idénticas a las ofrecidas, que a su vez son el origen de un poso que queda en el propio viajero como emociones recordadas. Estas son las que definirán al destino como bueno o malo, no las esperadas ni las disfrutadas. Estas
emociones recordadas son el producto final que se lleva el cliente y las que van a determinar hasta qué punto desea volver al destino o recomendarlo.
Surgen entonces las
emociones transmitidas. El viajero actúa como prescriptor, y así refleja sus impresiones y emociones sobre el destino. No han de ser necesariamente idénticas a las recordadas ya que puede estar influido por el entorno e incluso actuar por motivos espurios. Lo que si es cierto es que estas emociones transmitidas alimentan, para bien o para mal, las emociones imaginadas de otros posibles viajeros completando el círculo y ampliando la red viral del boca-oreja.
Como se ve parece necesaria una adecuada gestión de las emociones, que ha de partir de una correcta información e inteligencia de mercados. Según en qué fase de la relación actuemos con el cliente debemos incidir en unos parámetros u otros, sin olvidar que lo ideal es acercar lo máximo posible las emociones recordadas (y transmitidas) a las imaginadas.